26.10.08

Inválida emocional

Tengo cinco años, un traje de mariposa con lentejuelitas cosidas a mano, y toda la excitación de mi primerísimo debut en escena. Mis hermanos y mi papá ya están arriba del auto que nos llevará al jardín de infantes. Yo, al borde de la cama de mi progenitora le pido que se levante, que se vista, que se maquille, que venga con nosotros a la escuela. Imposible, “mamita está muy triste, a mamita no le quedan fuerzas”. Corte. Fundido a negro. Tengo doce años, me acaban de cambiar de colegio y por primera vez vienen a tomar la leche mis compañeras. Quince minutos antes del primer timbrazo, le doy a mi mamá instrucciones precisas. El living, el comedor, el pasillo que da a las habitaciones, mi cuarto y el balcón son zonas vedadas. Nada de circular por ahí con la mirada perdida, de chancletear en camisón delante de mis nuevas amigas. Para su tristeza crónica, hay condena: cadena perpetua en la cocina.
Episodios como esos, decenas. Mi historia primera está llena de escenitas patéticas, dignas de una película de Hallmark Channel. La madre arrasada por la vida y la nena lidiando con los despojos. Un pasado festín para el berretismo psicologista que se deleita con los traumas de la infancia como explicación de lo que ahora se transita. Lo cierto es que hoy a mí la tristeza ajena me expulsa. Suena a hijaputez egoísta, pero no me pidan contención, ni consuelo, ni siquiera compañía. Ante el menor decaimiento de alguien de mi entorno salgo eyectada. Sé que si me quedo mi instinto hace que mi boca destile, en el mejor de los casos, comentarios desubicados, en el peor, jodidísimas ironías.
Y no es egoísmo porque con la tristeza propia no soy más benevolente. A esa la ignoro, la ninguneo, la pospongo. ¿Un novio me dejó? Me habilito un par de días de furia mientras me agencio otro galán que tape el bache del primero. ¿Algo me frustró, no salió como quería? Lo subestimo, me convenzo de que no es un asunto que realmente me interesara. No digo que lo mío sea saludable. Abolir la tristeza es menos una elección que una respuesta automática, instintiva. Ya escuché todo: que confundo tristeza con depresión severa, que niego lo doloroso de la vida, que no sé lidiar con la frustración, que tengo una mirada idealizada/infantil de las cosas. Pero por ahora es lo que puedo dar. Más no me pidan.

19.10.08

la vida no tiene FF

Lo único que quiero es que se termine rápido. Ya pasé por esto mil veces: no hay demasiada escapatoria, nada más es preciso atravesarlo. Meterse en la cama para que el mundo se diluya no ayuda y comerse en un segundo un paquete de galletitas rellenas tampoco, pero hay momentos en que  es lo único que me sale. A veces distraerse  no sirve para nada.  A veces tus amigas te convencen de ir a una fiesta o al cine y la pasás peor y  a veces no.  

Me acabo de pelear con Fede, acabo de cortar, eso quiero decir y lo único que quisiera es que la vida también tuviera fast forward y poder pasar la película hasta el verano o hasta el próximo amor. Pero no se puede. Y esta vez tampoco quiero engancharme con quien sea dentro de una semana o dos porque eso ya lo aprendí: el duelo se puede patear pero en algún momento cae con todo el peso de la ley.

Mientras tanto, no sé muy bien qué se hace. Iré improvisando. Ya guardé las llaves que me dejó arriba de la mesa de la cocina. Ahora lo único que quiero es que venga  mi amiga Vero y me abrace, porque es de las pocas que saben abrazar sin decir nada. Ni es un hijo de puta ni mejor así ni nada de nada. Un abrazo. 

13.10.08

La llaga en el dedo

En la última reunión Alicia nos felicitó a las chicas del blog, nos puso como ejemplo para el resto del grupo con el que hacemos terapia. Dijo que cada una, en su estilo, había sido muy valiente al contar lo que le daba vergüenza, y que se sentía orgullosa de nosotras. Después empezó la ronda habitual en la que ella suele decirle algo a cada uno como para animarlo a compartir más. Yo siempre tengo miedo de ese momento. Te mira fijo a los ojos y te dice algo con un tono tan suave que parece inofensivo, pero yo, no sé por qué, siempre me siento como en el banquillo de los acusados cuando me toca.
Esta vez me dijo:
-Gaby, chiquita, estás triste…
No dijo nada más que eso, pero yo sentí como si la cara me quemara y lo único que quería era salir corriendo. No sé cuánto tiempo estuvimos en silencio hasta que Alicia preguntó a todos, levantando la voz: ¿y qué hacemos cuándo estamos tristes? ¿de qué manera podemos ayudarnos a sobrellevar la tristeza? ¿la tristeza se combate o se soporta? y otras preguntas por el estilo.
Yo por lo general soy de las que se refugia en el trabajo para no pensar en lo que me pone triste. O salgo a andar en bicicleta y pedaleo frenéticamente durante horas. O me pongo a limpiar el departamento. Trato de mantenerme ocupada y de no aburrir a nadie con mis problemas. No soy de las personas que se quedan paralizadas por el dolor, hablando siempre de lo mismo, como si les gustara estar metiendo el dedo en la llaga. Hasta ahora, el sistema de no hacerle caso a la tristeza siempre me había funcionado bastante bien. Pero últimamente no sé lo que me pasa. Es como si la tristeza fuera una mochila que me llevo conmigo a todas partes, que no me la puedo sacar y que no puedo ignorar. Es como si todo lo que me rodea me hablara de eso que me duele: una canción pedorra en la radio que suena en el colectivo, una lámpara que no enciende en la oficina, una vereda rota, un mate frío, cualquier cosa. Así que supongo que uno puede ser práctico con estas cosas pero sólo hasta cierto punto. Porque por más que trates de evitarlo, a veces es como si la llaga fuera hacia el dedo, ¿no? Como si uno necesitara sangrar un poco antes de cicatrizar, qué se yo. Sigo odiando que me pase esto, esta debilidad, esta cosa de ser dominada por algo que no puedo manejar, pero creo que no me queda otra que esperar.

6.10.08

Con pico y pala

Me cuesta mucho este tema. Es obvio, no? Ya  casi tenemos sesión de nuevo y yo no pude escribir nada. Y no es que me falte vergüenza, pero no sé muy bien dónde está. Tengo que agarrar pico y pala para descubrirla detrás de una voz  que a veces no reconozco como mía, de cierta rigidez que a veces  me invade el cuerpo, de todos los cuestionamientos que me hago frente al espejo, empezando por estos jamones de exportación y siguiendo por muchos ¿¿¿Cómo te vas a poner eso?????

Hace siglos que no me pongo colorada, pero es cierto que muchas veces me quedo callada. No sé si me callo cosas a propósito, se me paraliza el tobogán que va del cerebro a la lengua. O quizá se me paraliza directamente el cerebro. Para mí la vergüenza es eso: parálisis. Y sé perfectamente lo que me paraliza: sentir que estoy rindiendo examen. Lo malo es que parece que estoy rindiendo examen todo el tiempo. En situaciones lógicas, como una entrevista de trabajo y en otras tan ilógicas como tomando mate con mis amigos o charlando con Fede.

Ése es otro tema: ¿ no se supone que uno debería sentirse cómodo con la persona con la que está?  Quiero decir, fluir y ya,  con todas sus imperfecciones, estupideces, humores fallidos y demás etcs? Creo que eso es lo que me fue alejando de Fede: sentir que no me  termina de aceptar como soy.  A veces siento que estoy con un chico grande al que tengo que resguardar todo el tiempo de la amenaza del  aburrimiento. Y cuanto más siento eso, más me anulo. Más  aburrida me siento y, seguro, me pongo. Por suerte, antes de que pregunten, no me pasa en la cama. Acarreo mis muslos minados por la celulitis con una despreocupación admirable. Ahora que lo pienso: no acarreo nada, el tema es que  ni me acuerdo!. Lo mismo me pasa cuando bailo y ahí debe estar  la madre del borrego: yo necesito olvidarme de la cabeza, necesito que haya algo más fuerte que la pase por encima, que la anule. De a ratos, claro, porque nada de esto estaría pasando si yo no estuviera, de alguna manera, enamorada de mi cabeza. Me fui al carajo, no? 

4.10.08

Exorcismo de pudores

Evidentemente la vergüenza es algo muy personal. Por ejemplo, yo nunca sentiría vergüenza por no ser correspondida como cuenta Gaby. Seguramente estaría triste, o más probablemente resentida, destilando veneno hacia ese idiota que no me supo ver. Pero me parece que el solo hecho de confesar un desamor habla de mucha valentía. Muy por el contrario, yo me lleno de vergüenza cuando registro mis episodios de cobardía, esos que me llevan a mentirme a mí para negar lo que soy o a los demás para que crean que soy mejor a mi versión real. Acá van algunos ejemplos de mi inventario de bochornos íntimos:
1- Retomando el issue de Gaby, cuando es evidente que con un caballero no hay la reciprocidad deseada yo enciendo la maquinaria de los autoengaños y me convenzo de que me tiene miedo, que lo apabullo con mi carisma, que se siente poca cosa para mí. Pero lo más patético y avergonzante es un mecanismo que desarrollé de adolescente y no puedo abandonar. Se podría decir que directamente construyo una realidad paralela a mi medida. Pongo en random uno de esos CDs compilados de canciones no aptas para diabéticos de tan insoportablemente melosas o una de esas radios para tortolitos primaverales tipo Blue, y me digo a mi misma: "El próximo tema me lo dedica Fulanito". Pongamos que suena She de Elvis Costello y yo me aseguro tres minutos de romanticismo y satisfacción absoluta. Pensamiento mágico y onanismo emocional para egos marchitos. Tristísimo, ya sé.
2-Dentro de la segunda categoría de pudores, están los que me despiertan los engaños para con los demás. Es tétrico ver como me disfrazo de otra que supongo mejor que yo aun cuando los demás no me lo piden. Un ejemplo concreto: varias veces me sucedió de salir con muchachos de poco comer, característica que no comparto para nada. Entonces supongamos que estoy en una primera cita, y el chico se pide tres empanadas. Yo usualmente me como cinco o seis, pero como soy una lady y no quiero impresionarlo como una puerquita atracona, me pido dos. Cuando vuelvo a casa, asalto la heladera desesperada y me como media pizza fría del día anterior, un paquete de galletitas y para no sentirme tan pesada, un postrecito Ser. Vergüenza indigesta por el atracón.
3-Y por último, y para que vean que esto de la terapia aceitó en mí el mecanismo de la asociación, voy a hacer una confesión avergonzante vinculada al tema anterior: la rivalidad femenina. Ya expliqué que soy muy competitiva y que quiero toda la atención. El otro día, cuando ví que Gaby, aun con su bajo perfil tenía más comments que yo, me dio un ataque de envidia y me saqué un usuario alternativo para firmarme mis propios posts. No lo hice. Esta vez la vergüenza no me dejó.

30.9.08

Lo que me da vergüenza

No sé si Alicia se inspiró en lo que contó Natalia en su último post, pero lo cierto es que la nueva consigna que nos pasó fue contar algo que nos dé vergüenza, algo que hayamos hecho que nos dé vergüenza.
Yo no tengo tanta facilidad como Nati para describirles toda una historia y me cuesta mucho hablar de lo personal, así que seré lo más concreta y sintética posible.
Me da vergüenza estar enamorada. Me da vergüenza seguir enamorada del tipo que me dejó hace tres meses y no tiene ni la más mínima idea de volver conmigo. Me da vergüenza ser tan débil y tan vulgar de andar, a esta altura, llorando por los rincones y mandándole mensajes desesperados mendigando un amor que él claramente ya no siente.
Yo, que me llevo tan bien con los hombres, en este caso me parece que me parezco a cualquier mujer. Los hombres son un poco más prácticos frente a las rupturas, ¿no? No se quedan metiendo el dedo en la llaga ni buscando razones. Quisiera ser más hombre en eso. Quisiera no seguir puteando y preguntándome por qué un tipo que te jura que sos la mujer de su vida con el tiempo se aburre. Quisiera saber en qué me equivoqué yo para que se aburra. Quisiera saber por qué el amor se termina siempre antes de un lado que del otro, porque si se nos terminara a los dos juntos, no habría uno que sufre más. Y bueno, seguro me va a dar mucha vergüenza ver todo esto publicado, pero espero que sirva para algo.